En México la lucha en pro de la equidad de género continúa, ya que se registra una normalización en la violación de los derechos de la mujer.
Un día en el mundo del internet puede ser bastante significativo. En un día tienen lugar cientos de acontecimientos y, si te ausentas, puedes perderte de mucho. Eso fue lo que ocurrió el pasado 9 de marzo, dentro del marco del Día Internacional de la Mujer, cuando muchas mujeres en México nos ausentamos de nuestras actividades cotidianas, incluida nuestra participación en las redes sociales y el mundo del internet, en representación de los feminicidios y ante la alarmante problemática en la que nos hemos sumergido al respecto, donde en cualquier momento cualquiera podría ser la siguiente en desaparecer y no volver.
México es un país en el que la violencia se ha generalizado; por esta razón ya no nos sorprende —aunque sí nos aterroriza— encontrar en diversos medios de comunicación notas en las que se involucren asesinatos o descubrimientos de cadáveres. A esto hay que sumarle la incompetencia e indiferencia que ha manifestado el gobierno respecto a esta alarmante situación. Visto desde este punto, nadie está a salvo. Ahora deberíamos considerar que, si de por sí hay un riesgo general que ya sufrimos por añadidura al transitar en este país, las mujeres corremos un doble peligro: no sólo somos un blanco por encontrarnos en México, sino que somos un blanco por encontrarnos en México y somos otro blanco por ser mujeres. Esto quiere decir que somos doblemente propensas a sufrir algún altercado que atente contra nuestra existencia, tanto física como mentalmente; y las cifras no dejarán mentir, ya que se registran diez feminicidios diarios en este país.
Es común escuchar a modo de argumento “a los hombres también nos matan”, “los hombres también somos víctimas de la violencia”. Y aunque nadie contradice la veracidad de sus afirmaciones, no es ningún secreto que esta violencia de la que se habla es generalizada —ya que no va específicamente dirigida a los hombres precisamente por ser hombres, sino a la población en general; apilando que, en muchas de las ocasiones, son los mismos hombres los que generan dicha violencia. Por el contrario, la violencia que se ejerce sobre las mujeres es ejecutada sobre ellas precisamente por ser mujeres, por lo cual es una problemática distinta.
En este sentido, sí, en ambos casos hablamos de violencia, pero no es el mismo problema. Para ilustrar la situación, pensémoslo de la siguiente manera: los síntomas son los mismos, pero el padecimiento no es el mismo. Traspapelándolo a la situación actual a nivel salud, podemos pensar en la influenza virus A y el coronavirus COVID-19; en ambos podemos presentar mocos, fiebre, tos, cansancio…, pero uno es gripe y otro es coronavirus. En este caso, una es violencia -la violencia generalizada que se vive en este país, la cual no se justifica ni se menoscaba su gravedad- y otra es violencia de género -en la que se denigra, demerita y violenta a las mujeres por el simple hecho de serlo.
Dicho de esta manera, así como la influenza virus A y el coronavirus COVID-19 manifiestan los mismos síntomas, pero son padecimientos distintos, requieren de un tratamiento diferente. Lo mismo pasa en el caso de la violencia y la violencia de género: mismos síntomas, problemática distinta, resolución diferente. Aunque en ambas de las situaciones a través de la educación puede generarse una gran diferencia, es cierto que la violencia generalizada (aunque no absolutamente) tiene su origen en cuestiones socioeconómicas, cuando unos agreden por lo que surgió como hambre y necesidad —lo cual no quiere decir que esté bien, ni que no haya evolucionado a avaricia y/o ambición, en la que desaparecen cientos de personas por encontrarse en el lugar equivocado en el momento equivocado o alzar la voz ante lo que no les parece correcto, ético o justo—; mientras que la violencia de género tiene otro trasfondo cultural que hemos venido arrastrando desde hace ya muchos años, en el que el sexo masculino se ha propuesto como superior, oprimiendo al femenino y denegando a este último actividades que no deberían entrar en cuestionamiento (como estudiar, trabajar, vestir según preferencias personales, planificar su sexualidad y maternidad, por mencionar algunos ejemplos).
La violencia de género no solamente se manifiesta a través de los feminicidios y las violaciones, éstos son sólo dos de sus desencadenamientos más drásticos. La violencia de género también la encontramos normalizada a la luz del día, cuando opresores intimidan a la mujer con cometarios que interpelan su sexualidad e intimidad; cuando se subestiman las capacidades de una mujer, no por la previa demostración de su criterio e inteligencia, sino que, aún mucho antes de probarse a sí misma, por el simplemente hecho de ser mujer; cuando un hombre recibe un sueldo superior al de una mujer por desempeñar exactamente el mismo trabajo; etc., etc., etc. Por tal motivo, es una problemática que tiende a manifestarse de muchas maneras, y los pequeños detalles como “¿tú que vas a saber (por ser mujer, no porque he sido testigo de que realmente nunca te has involucrado con el tema, y dejo implícito que esto sólo está a discusión entre hombres, porque ni tu madre ni tu abuela pueden asomar sus narices en este asunto a pesar de que tienen más experiencia en años que tú)?” son sólo las ronchitas de una enfermedad más grave de lo que aparenta, que si te sigues rascando se pueden infectar.
De la antigüedad de estas situaciones ha quedado huella, pues contamos con la literatura, en la que, sólo por mencionar un ejemplo, Jane Austen (1775-1817) describió en múltiples ocasiones cómo una mujer no podía tener nada. No es arbitrario que las protagonistas siempre aspiraran al matrimonio, porque, independientemente de profesar amor, no tenían ninguna otra opción que les garantizara vivir dignamente. Es precisamente uno de los momentos clave en la que esta realidad es expuesta cuando Charlotte Lucas, uno de los personajes de Orgullo y Prejuicio (1813), está por contraer matrimonio:
En resumen: la boda pareció significar la solución a todos los problemas de la familia. Las hijas menores abrigaron esperanzas de salir al mundo uno o dos años antes de lo que de otro modo habría sido posible, y los muchachos se vieron libres de temor de que Charlotte se quedase soltera. La propia Charlotte se encontraba bastante satisfecha. Había ganado su partida, y tenía tiempo para reflexionar. Cierto que Collins no era ni sensible ni agradable; su compañía resultaba molesta y su afecto hacia ella debía ser imaginario. Pero a pesar de ello sería su marido. Aun cuando no tenía un alto concepto de los hombres ni del matrimonio, éste había sido siempre su mira, además de ser la única aspiración honrosa de una joven bien educada y con escasa fortuna; y aunque no era seguro que proporcionase dicha, constituía el más grande refugio contra la necesidad. Semejante garantía era lo que había logrado, y a la edad de veintisiete años, y sin haber sido nunca guapa, lo que no era poca buena suerte.[1]
Parte de esta violencia de la que se habla también se manifiesta cuando no se reconocen los privilegios propios como hombre y se solapa la supremacía que otros ejerzan —o intenten ejercer. Claro que sí, se entiende que no todos los hombres violan, han violado o incluso violarán a una mujer, tampoco han levantado la mano ante una, gritado obscenidades a otra, ni regulan o tienen poder de decisión sobre los salarios que se manejan en la empresa en la que trabajan; sin embargo, no admitir que existen estas diferencias, hacerse de la vista gorda y cómodamente callar ante una injusticia también es formar parte del problema.
Es importante reconocer que el feminismo no busca una igualdad. No se trata de que hombres y mujeres sean iguales, eso es biológicamente imposible. Una mujer y un hombre nunca podrán ser iguales porque ni siquiera su estructura física es igual, empezando por los genitales. Si pones a un hombre y a una mujer de proporciones muy parecidas a enfrentarse, muy probablemente el hombre resulte vencedor debido a que por lo general cuenta con mayor fuerza física; pero si pones a un hombre a gestar otro ser humano, no lo conseguirá. En este sentido, no se trata sobre cuestiones físicas o biológicas, por eso no se busca la igualdad, sino la equidad. La equidad recae en que hay ciertas cosas que un hombre puede hacer y la mujer no; en que también hay ciertas cosas que una mujer puede hacer y un hombre no; pero también existen otras cosas que ambos pueden ejercer, y que uno sea mejor que otro no está directamente ligado a su sexo, sino que es una cuestión individual que se basa en las habilidades propias, las ganas de hacer las cosas y la experiencia.
Por ejemplo, claro que es más probable que un hombre demuestre una mayor destreza en la conducción automovilística cuando su papá lo puso a practicar desde que tenía doce años, a una mujer que inició su capacitación muy probablemente después de los veinte. Se pone este ejemplo porque es de los más recurrentes, no sólo por el “tenía que ser mujer” o “seguramente es mujer” (aunque claramente estos comentarios tienen un sentido mucho más despectivo pragmáticamente, pues en realidad no es tan usual decir “mujer”, sino “vieja”, no me van a dejar mentir), sino también porque no es ningún secreto que —justamente dentro de las cargas a los roles sociales, en este caso particularmente el papel que se ha inculcado culturalmente que interprete un hombre— al hombre se le prepara para conducir un auto, el hombre debe estar preparado para ello. En este sentido, son alrededor de ocho años de diferencia de preparación y experiencia…
De lo que se trata en realidad esta lucha es de obtener la capacidad de decisión para hacer las cosas, sin que se nos denigre o demerite por una cuestión con la que nacimos. Tener un lugar digno dentro de la sociedad, sin que se nos rezague a ciertas tareas o papeles (como dedicarnos al hogar, ser madres, no tener las mismas oportunidades de estudiar ni desarrollarnos profesionalmente), por el hecho de ser mujeres; de la misma manera, que nuestro cuerpo y existencia no sean cosificados ni un material de consumo y deleite mayor específicamente para los hombres.
Es indudable que estos factores también se presentan a la inversa: muchos hombres tienen la presión de convertirse en el sustento económico para su familia, o son sexualizados por mujeres. Pero es importante reconocer la diferencia en escala en la que esta situación se presenta, puesto que hay un abismo desorbitante entre “de hombres a mujeres” y “de mujeres a hombres”. De esta misma manera, también es importante reconocer que estas presiones de encontrarse encasillado en un papel —como que el hombre tenga que constituirse como el sustento económico de su familia, que ya se mencionaba— son fruto de los mismos hombres y las enseñanzas culturales que ellos mismos han construido. En este sentido, puede verse en el feminismo una forma de liberar, al mismo tiempo, a los hombres de estos estatutos, pues al la mujer encontrarse en el mismo nivel que el hombre se libera y adquiere responsabilidades, lo cual desencadena un efecto dominó, procurando que en las responsabilidades de los hombres también se produzcan cambios. Es algo que nos beneficia a todos.
No se trata de decir “a huevo, quítate mujer, que voy primero, has perdido tu privilegio de pasar antes”, en estos casos simplemente se trata de cortesía. Claro, se pierden estos “privilegios” (que cuestiono si realmente son privilegios, cuando desencadenan muchos perjuicios), pero nunca está de más la cortesía y amabilidad, y así como se puede dejar pasar a una mujer, también se puede dejar pasar a un hombre.
En cuanto a las recientes formas de protestar, se habla de vandalismo y agresión.
Ya hemos dicho que hablamos de una tradición cultural que norma nuestra existencia y forma de actuar que viene desde hace cientos de años. Estas cosas no son fáciles de cambiar, Roma no se construyó en un día ni sin esfuerzos. Es cierto que el cambio irá surgiendo poco a poco, conforme vayamos puntualizando aspectos; sin embargo, la violencia ha alcanzado un límite que nos tiene aterrorizadas y en el hartazgo. En promedio, diez mujeres al día son asesinadas por el simple hecho de ser mujeres, no porque estuvieran inmersas en negocios turbios o en un accidente de auto, sino porque sus cuerpos han sido deseados por un hombre hasta tal punto, porque la misoginia y aversión, así como complejo de superioridad, hacia y de un género ha sobrepasado por mucho el respeto al derecho de meramente existir. En un país en el que la violencia se ha generalizado y es cosa de todos los días, en el que el gobierno ha manifestado absoluta incapacidad e indiferencia, se ha vuelto indispensable evidenciar la problemática de una forma en la que deje de pasar desapercibida o se confunda con otros problemas, es decir, que el coronavirus se confunda con la gripe.
Para el objetivo de hacer cambios sustanciales e importantes hace falta una revolución, y aunque ha habido revoluciones pacíficas, es innegable la necesidad de hacer ruido, ¿acaso no son ahora recordadas revoluciones como la Mexicana, la Francesa, la Rusa, las cuales constituyeron ciertos cambios en los regímenes? Se habla de que “no son maneras de protestar”, pero ¿de verdad no lo son? Se quiere decir, ¿acaso no es así como se han logrado resultados antes?, ¿de verdad se cree que no hemos llegado al límite, que no se matan a las suficientes, que no se ha sufrido demasiado, que esta opresión hacia un sexo apenas está comenzando, que no se ha pedido de otras maneras sin conseguir nada que por favor nos dejen vivir?
Resulta cuestionable que sea más indignante que cemento y metal —aka edificios y monumentos— sean “profanados” que cuerpos y vidas de personas. ¿Por qué es válido dañar y congestionar los espacios comunes y monumentos de las ciudades cuando gana un equipo de fútbol y no cuando queremos dar a conocer que nos están matando? Dicen que “no son formas” porque qué necesidad hay de dañar algo que es de todos, hacer que nuestra ciudad se vea fea, cuando jamás se ha dejado de esparcir basura por las calles incluso con lo horrible que eso se ve, con la mala imagen que proporciona, con lo mucho que daña a los espacios comunes, que son de todos.
Además también habrá que cuestionarnos seriamente la magnitud de las medidas que se están tomando para visibilizar la problemática de la violencia de género. ¿Cómo estamos seguros de que mucho no es sólo una estrategia para satanizar el movimiento? Los medios de comunicación y las figuras del poder regulan la información que consumimos, ¿no será casualidad que se viralice justamente lo que pueda desatar más odio? En ese caso, se les invita a visitar este post de facebook y atender al llamado de reflexión.
No se puede garantizar que la lucha y el movimiento sean perfectos. Habrá quien querrá colgarse de él para desprestigiarlo, habrá quien no pueda entenderlo y profese ideas erróneas; incluso ahora con temor hayamos proporcionado algo que no se adhiera al credo del movimiento. Pero tal vez sólo sean “gajes del oficio”, en toda revolución habrá descarrilados… o infiltrados, también daños colaterales que a nadie complacen ni enorgullecen, pero inevitables. ¿No será que aquellas que se indignan del feminismo no han caído en verdadera cuenta de la brutalidad de la situación? ¿No será que aquellos que se indignan del feminismo en realidad tienen un miedo oculto —o no tan oculto— de la pérdida de sus privilegios?, ¿que les asuste, no que la mujer sea y viva y goce, sino que cambien la vida de la forma en la que la conocen y la disfrutan ellos? Pero como se leyó en la marcha por aquí y por allá: nunca más tendrán la comodidad de nuestro silencio.
El feminismo no es una cuestión de fechas, sino una cosa de todos los días.
[1] Austen, Jane. Capítulo 22. Orgullo y Prejuicio. Madrid: EL MUNDO, UNIDAD EDITORIAL, S. A., 1999. 95-96, énfasis mío.
*Las imágenes que se han utilizado forman parte del stock de Adobe.
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